El Fernando Soto Aparicio que conocí
Por: José Garzón
Recuerdo muy bien que mi profesor de español nos pidió que leyéramos, apenas iniciando el bachillerato, La Rebelión de las Ratas (1962). A mí, al igual que a casi todos mis compañeros de aquel colegio distrital ubicado en Ciudad Bolívar en Bogotá, me pareció exagerado el cúmulo de lectura que se nos requirió y de entrada recibimos la indicación con incomodidad, pues el hábito de leer no era nuestro mejor atributo, no así el de hacer piruetas con el balón de microfútbol. Con todo, la indicación fue dada y ésta sería objeto de un reporte de lectura que haría parte de la calificación de la materia.
El título no me decía mucho, al igual que su autor. Imaginé, recuerdo bien, que se trataría de alguna narración ficcionada, algo que tocaba leer porque el profesor lo pedía y nada más, como era la costumbre desde la escuela. Una vez me adentré en el texto, en sus formas sencillas y ágiles, comprendí que no era así. Ello me sorprendió, pues en mi haber no tenía tantos libros leídos como para llenar los dedos de una mano, y luego de Platero y Yo y de El Principito, cualquier libro era demasiado extenso y muy aburrido.
No valdría la pena aquí intentar recontar ni la gran historia que hallé en las casi trecientas cincuenta páginas que me devoré en poco tiempo, ni el impacto que aquella gran novela tuvo en el desarrollo de aquel grado séptimo-dos de mi colegio. Basta con decir que con la obra, no solo yo, sino un grupo de mi salón, aprendimos no solamente a leer con algún nivel de autonomía, sino además a relacionar literatura e historia, esto a través de la situación vivida por los mineros del oriente de Boyacá. Valga decir, que de aquel grupo saldríamos los responsables del primer periódico estudiantil que se haría famoso en nuestra generación, en especial cuando llegados a décimo y once grado, pues insistimos en el propósito aún contra las medidas arbitrarias y castrenses del recién llegado coordinador de disciplina. No hubo ninguna de las treinta ediciones sin que se nombrase a aquel militar frustrado que veía en el orden jerarquizado la mayor virtud de la sociedad. Cómo olvidar las sendas caricaturas y los numerosos mensajes de los lectores en contra de aquel obtuso funcionario.
Trascurrían esos años en que Lucho Herrera y Fabio Parra eran los ídolos que más llenaban nuestros desvencijados radios transistores tras sus hazañas en las carreteras europeas, eso sí, alternados con el rock en español. Apenas cursaba noveno grado, cuando volví a saber de aquel autor que me había impactado con su relato sobre la vida de los mineros en Timbalí. A una de mis cinco hermanas en el colegio femenino departamental del barrio Quiroga le pidieron que leyera Mientras Llueve (1966), y ello fue una gran disculpa para que juntos emprendiéramos largas conversaciones sobre una novela y otra, al punto de que cada uno resultó leyendo directamente la novela que el otro relata, hallando así la versatilidad y maestría de Fernando Soto Aparicio para trasmitir esos sentimientos de injusticia y soledad que padecen los más desposeídos cuando deciden enfrentar su realidad para transformarla, solo que esta vez ya no a la manera de las luchas colectivas, sino de la tragedia de Celina. Al poco tiempo, esta vez en el barrio que crecí, el cual contaba con su propio chircal, conocí otro libro de Soto Aparicio, que sin andar buscándolo, de vez en cuando aparecía de buenas a primeras, y así con su título sugerente me cautivo: Los funerales de América (1978).
Pero fue a inicios de la década de 1990, ya instalado fuera de Bogotá, y recién cumplida mi mayoría de edad, cuando conocí La Siembra de Camilo (1971). Una novela corta y entretenida, la misma que amenizó algunas de mis tardes como lustrabotas en el terminal de transportes donde prestaba aquél servicio. En dicha obra encontré un nuevo registro, aún no percibido por mí, pero presente de una manera u otra en la pluma de Fernando Soto Aparicio: la esperanza. En ese sencillo y agradable relato, con personajes del diario vivir, no ajenos a la gran mayoría de los desposeídos del continente, nos enmarca una relación estrecha entre el amor y la política, en donde la tragedia no es el resultado del esfuerzo y el sacrificio, pues, por el contrario, Florentino Sierra opta por enfrentar su realidad en pos del bienestar propio y de la mayoría empobrecida, a donde pertenecía.
Ya han pasado casi dos décadas y media y nunca más volví a leer otra novela de Fernando Soto Aparicio, no sé por qué, en cambió si algunos de sus poemas y cuentos, los que aún me recrean y cuestionan, me hacen pensar en otras realidades posibles y urgentes. Estos me permiten encontrarme con un pasado que aún continúa sin resolver, con unos personajes que cotidianamente abrazo y con un tipo de escritura que envidio alcanzar.
Habría que indicar que jamás vi ni hablé en persona con Fernando Soto Aparicio, aunque me hubiera gustado y tengo amigos y amigas que vivieron muy cerca de su casa en el barrio Chapinero. Anoche, cuando me enteré de su muerte entendí, con el corazón constreñido, que a pesar de ello lo conocí.