Coyuntura política. El imperativo político de hacer Justicia
Por: José Benito Garzón Montenegro CED–INS
Son múltiples y diversos los desafíos que debe enfrentar el nuevo gobierno en Colombia, más allá de la coyuntura, si busca ser coherente con su discurso de campaña, así como con su slogan de “cambio por la vida”. Uno de los desafíos más complejos, y de hondo calado, está referido a la administración de justicia, pues si bien ésta no depende del poder ejecutivo y varias de las instancias judiciales continúan siendo dirigidas por alfiles políticos de la ultraderecha colombiana, el actual gobierno cuenta con un amplio apoyo en el poder legislativo, lo que podría significar una oportunidad para dar un importante paso que conlleve a la superación de la impunidad, en especial la referida a los crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes del Estado, o sus aliados paramilitares, en los territorios a lo largo de la historia, y que se han intensificado en las recientes décadas.
El continuum de las violaciones a los derechos humanos en Colombia por parte del Estado, y su correlato en la garantía de la impunidad, sigue estando en la base condicionada de la gobernabilidad. Al gobierno del presidente Petro se le impone una serie de retos que podrían resumirse y priorizarse en estos tres elementos básicos, los que a su vez posibilitarían avanzar en la consolidación de una sociedad soberana y en convivencia: a) romper la lógica que ha buscado naturalizar este tipo de prácticas criminales (violaciones a los derechos humanos e impunidad), las que por lo general se han ensañado en contra de los procesos organizativos de cuño popular, y en contra de sus liderazgos; b) esclarecer la verdad de lo acontecido, que supere el mero asunto de la responsabilidad material, para que se sepa abiertamente los intereses y responsabilidades de quienes dan la orden y se benefician del dolor y la persecución de las organizaciones, así como de sus acumulados en los diferentes territorios; y c) brindar garantías para que nunca más se repitan este tipo de atrocidades en los territorios.
A continuación, se esbozan algunos aspectos fundamentales de estos retos que debe afrontar el actual gobierno, en especial los relacionados con el anuncio genérico y ambiguo de “paz total”.
Violaciones a los derechos humanos e impunidad
Si nos atenemos a la información referida para el año 2021 por el Banco de Datos del Cinep, encontramos que se presentaron, por lo menos, 898 personas victimizadas por situaciones sociopolíticas contra la población civil ocurridos, especialmente, en los departamentos de Cauca, Valle, Huila, Antioquia y Norte de Santander, entre otros. Las formas de agresión más recurrentes fueron: asesinatos (387), amenazas (206), lesiones físicas (179), raptos (40), amenazas (36), torturas (26), secuestro (20) y violencia sexual (4). Mientras que, en lo corrido del 2022, según Indepaz, son 128 liderazgos sociales y defensores de DDHH asesinados en Colombia; y por lo menos 34 firmantes de acuerdo de paz/excombatientes Farc asesinados durante este mismo año. Durante el primer semestre de 2022, según el Banco de Datos del Cinep, los presuntos responsables de las violaciones a los derechos humanos en Colombia son: paramilitares (206), policía nacional (148), fiscalía (81) y ejército (53).
Sin detenernos en la minucia de los datos y su clasificación, a todas luces asistimos a una situación sumamente crítica en materia de derechos humanos, la que se ha ensañado contra la población que se moviliza y manifiesta, que mantiene como tendencia en las últimas décadas, y se traduce en el terrorismo ejercido contra el bloque popular. Al revisar, por ejemplo, la respuesta de las autoridades en los tres momentos más recientes de protesta social (21 de noviembre de 2019; 9 y 10 de septiembre de 2020; y del 28 de abril al mes de julio de 2021) se evidencia una estrategia de represión que se configuraría en un genocidio continuado contra las y los manifestantes, así como en una comisión de crímenes de lesa humanidad permanente y sistemática, en especial contra las y los jóvenes. Dicha estrategia mantiene como correlato la persecución, amenaza, amedrentamiento, judicialización, desplazamiento, desaparición o asesinato de los liderazgos en los campos y ciudades en donde sus poblaciones se atreven a denunciar los proyectos de muerte y saqueo que les afectan en sus territorios. Para la comisión de dichos crímenes, por lo general se acude a la alianza con los diferentes grupos paramilitares.
Todas estas actuaciones criminales se mantienen en la absoluta impunidad, pues en los pocos casos en lo que se ha dado apertura a una investigación formal, ésta ha estado plagada de las tramoyas jurídicas que banalizan la administración de justicia, tanto en su proceso, como en su definición. Son escasos los casos que logran avanzar en algo en términos judiciales, por supuesto no exentos de la manipulación del sistema jurídico a conveniencia de los perpetradores de los crímenes, ni de la dilación absurda promovida por funcionarios y operadores de la rama judicial, así como por grupos de abogados al servicio de los responsables de dichos crímenes.
Durante el primer mes y medio del nuevo gobierno, lastimosamente, esta realidad se ha mantenido. A la fecha no han cesado los asesinatos, desapariciones, amenazas, persecuciones y judicializaciones en contra de quienes nos manifestamos en favor de la vida y denunciamos cualquier tipo de agresión y violencia que se presenta en los territorios y sus poblaciones. Por lo que nos queda la pregunta ¿de qué manera la propuesta e implementación de lo que ha denominado el presidente Petro como “paz total” logrará detener este río de sangre?
Esclarecer la verdad para hacer justicia
El actual ministro de Justicia, Néstor Osuna, se ha pronunciado a favor de los profundos cambios que requiere la administración de justicia en Colombia. Incluso ha indicado que ésta debe virar de un aparato centrado en el castigo y en el encarcelamiento hacia un sistema de justicia restaurativa, basada en la búsqueda de la verdad y en la reconstrucción de los nexos sociales que en la mera punición o la venganza. Esta intención, como discurso y horizonte de expectativa, suena bien, el asunto se complica al buscar aterrizarlo a las situaciones concretas que se padecen en los territorios tras la violación de los derechos humanos y los crímenes perpetrados por gentes del estado o terceros bajo su aquiescencia y connivencia.
En este sentido, las diferentes experiencias de transición política dadas a finales del siglo XX en América Latina, así como en otras partes del mundo, nos han enseñado que el esclarecimiento de la verdad de los hechos atroces no debe estar desligada de las acciones de justicia, pero que, además, esa verdad no puede ser consoladora y limitarse a la mera responsabilidad material, dejando de lado los intereses y las responsabilidades que persiguieron todos aquellos que, no solo dieron la orden, sino que se beneficiaron con la comisión de crímenes de lesa humanidad.
El pasado 28 de julio, el país asistió, exceptuando el presidente de aquel entonces, a la presentación pública de los hallazgos de la Comisión de la Verdad, aquella que fue pactada en el proceso de negociación entre el estado y la guerrilla de las Farc. Dicho informe ha despertado el rechazo de los sectores más recalcitrantes de la derecha, y la solidaridad de buena parte de la sociedad. Es indudable que estamos ante un hito histórico y que su legado permitirá allanar el camino para la dignificación de toda forma de vida. Con todo, el producto de dicha Comisión de la Verdad mantiene errores crasos, que se supondrían superados si se quisiera aprender de la historia, pues además de las restricciones en el tiempo y presupuesto para su vigencia, del escaso número y poca representatividad de los miembros que conformaron dicha Comisión, del inexistente acceso eficaz a la información de todas las fuentes del Estado, del limitado período contemplado de estudio, así como de la descohesión entre verdad y aplicación de justicia, se evidencian serias autolimitaciones en el trabajo de la Comisión de la Verdad, pues prefirieron no indicar la asociación de lógicas económicas y de modelos de desarrollo con la criminalización ejercida en contra de las comunidades, asimismo se limitan, en buena medida, a señalar de forma genérica las autorías materiales, sin indicar la conexión con quienes se han beneficiado económica y políticamente de las dinámicas de la guerra en Colombia.(1)
Como se advirtió, el actual ministro de justicia y el recién nombrado viceministro de Política Criminal, Camilo Eduardo Umaña Hernández, hijo este último de nuestro querido y entrañable amigo Eduardo Umaña Mendoza y nieto del gran maestro Umaña Luna, no tienen una tarea fácil a la hora de tramitar sus propuestas para superar los vergonzosos niveles de impunidad que campean en el país, más aún cuando se trata de crímenes cometidos por agentes del estado o terceros que actúan bajo su alianza. Por lo que nos queda la pregunta ¿qué lugar se le otorgará en la propuesta e implementación de lo que ha denominado el presidente Petro como “paz total” a la verdad, a la justicia y a la lucha contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad?
Garantías para que nunca más se repitan semejantes atrocidades en los territorios
Al desentrañar las lógicas de la guerra que hemos padecido por décadas en Colombia se evidencia la existencia de causas estructurales. Dichas causas han sustentado las demandas de los grupos poblaciones que propenden por la vida digna para todas y todos, quienes se han organizado y manifestado en pro de una transformación social, por lo que han sido objeto de represión tanto estatal como paraestatal; dicho tratamiento represivo ha alentado la conformación de grupos armados que se sublevan contra la violencia económica y política que se ejerce hacia las poblaciones más empobrecidas en campos y ciudades, algunos de dichos grupos se han desmovilizado luego de un acuerdo negociado con los gobiernos de turno, por lo general a puerta cerrada hacia la sociedad, sin que ello implique transformaciones reales y concretas de las dinámicas de muerte que siguen afectando las condiciones mínimas vitales de los sectores populares.
En tal sentido, el imperativo político de hacer justicia implica atender los problemas básicos y fundamentales que sustentan la vida en todas sus formas, así como propiciar las condiciones para que las comunidades y poblaciones ejerzan de forma autónoma su soberanía. Solo así podrían indicarse que las causas que originaron el conflicto social y armado en Colombia tienen una posibilidad real que permita superarlas, pues la justicia no es la simple aplicación de un sistema de categorías y de leyes sobre una suerte de individuos que se tratarían de integrar en un sistema más o menos regulado, es ante todo el principio que le brinda cohesión y posibilidades de futuro a cualquier sociedad. Sin la justicia, hablar de paz, de dignidad o de bien común, es una mera retórica que banaliza el sentido de lo humano e irrespeta cualquier forma de vida.
Así mismo, las garantías de no repetición, que cuando son genuinas están ancladas al esclarecimiento de la verdad y al ejercicio eficaz de la justicia, deben contemplar las maneras de resarcir la consciencia lacerada de la humanidad, de las familias de las víctimas, sus organizaciones y sobrevivientes, para lo cual las políticas de la memoria deben permear desde los centros educativos hasta las lógicas artísticas y culturales, pasando por las programaciones que se ofertan en medios de comunicación, todo ello para evitar el olvido amnésico y la venganza. Por lo que nos queda la pregunta ¿qué lugar se le otorgará en la propuesta e implementación de lo que ha denominado el presidente Petro como “paz total” a las causas estructurales que han originado la guerra en Colombia? ¿Qué hará dicha política para nunca más se repitan estas atrocidades?
A manera de cierre
Como se esboza en las cortas líneas que anteceden, detener y contener las diversas violaciones a los derechos humanos contras las comunidades; reformar la justicia que permita la superación de la impunidad, es especial de los crímenes de lesa humanidad; y garantizar que nuca más se repitan estas atrocidades contra el pueblo son, tal vez, los principales desafíos que debe afrontar el actual gobierno. Para ello cuenta con un acumulado político, que si bien, no es estático y cohesionado, en general, concuerda con varios de estos postulados; pero sin desconocer la fragilidad de las alianzas y coaliciones con las fuerzas políticas que se han declarado bancadas de gobierno o independientes, en una clara fractura provisional del bloque oligárquico en el Congreso de la República.
El imperativo político de hacer Justicia esta permeado por una serie de retos enmarcado en los contextos territoriales que atraviesan las poblaciones empobrecidas en la actualidad. Contextos que deben comprenderse en el marco de su devenir histórico e intervenidos de forma pertinente con las comunidades que habitan los campos y ciudades, quienes son en últimas los que han soporta las diferentes dinámicas de la violencia que se ha ejercido en su contra. Dicho imperativo, además, debe contemplarse a la hora de detallar e implementar lo que se ha denominado por parte del actual gobierno como “paz total”, frente a lo que hoy, desde las diferentes organizaciones sociales y las comunidades, tenemos más preguntas que certezas, sin que ello nos nuble la posibilidad de esperanza por un futuro inmediato en dignidad.
(1) Habría que añadirle las salidas en falso de quién presidió dicha Comisión a la hora de sostener algunas de las afirmaciones contempladas en los prolíficos tomos que componen el informe, así como el intento permanente de equipar todas las agresiones y perpetradores como si se tratará de las mismas motivaciones, al punto de desligar el accionar paramilitar de la criminalidad agenciada por las fuerzas estatales.