Esmad: ¿simples funcionarios que cumplen órdenes? O ¿humanos conscientes de su labor criminal?
Por: Santiago Salinas
Un ojo, dos ojos, tres ojos y contando; asesinatos, detenciones arbitrarias…se apilan sobre el historial de delitos y abusos por parte del escuadrón móvil antidisturbios de la policía nacional Esmad, integrado por personas de larga trayectoria de violencia en la institución policial, como condición de curriculum para hacer parte de este escuadrón. Es decir, llegan ahí, después de una carrera y un prolongado proceso de formación, están allí por que comparten una visión y les gusta la adrenalina y por eso deciden integrarlo libremente.
La misión a la que se acogen no es muy clara, la ambigüedad es el escenario perfecto para los abusos. Podríamos intentar aludir a la misión enunciada por la institución, aunque no siendo fiable aquello que simplemente se dispone en lo retorico, apelar a los actos resulta fundamental para calificar una labor. Abstrayendo particularidades, el Esmad se presenta ante la sociedad como una estructura dispuesta para el ejercicio de la represión sistemática de manifestaciones de inconformidad social; se emplea como mecanismo de saldar las contradicciones entre quienes imponen una forma de gobernar con poca legitimidad y unas mayorías sociales que protestan y reclaman.
Ahora bien, aquí hay una paradoja social: los hechos que motivan las manifestaciones no son ajenos a quienes están llamados a reprimirlas, simplemente no se comparten, porque se defienden intereses opuestos. Como gritan las consignas, el pueblo uniformado, también es explotado, pero la condición ideológica del agente represor lo pone en la otra orilla de su extracción de clase. El policía es un asalariado que quiere mantener su trabajo y sus garantías; trabajo y garantías por las que luchan los que protestan.
Con frecuencia emerge una narrativa, indulgente, autocomplaciente con la sociedad que tolera el abuso y con el abusador. La forma personalista como la historia ha relatado la atrocidad, ha ayudado a construir la ficción de un mal absoluto, central y pleno. Una maldad que se encarna en un solo sujeto, la más de las veces hombres, que sumergen la sociedad en un ciclo de violencia impronunciable.
Esta visión maniquea se apoya en el dualismo para formar una perspectiva estrecha del mundo de lo humano que nos impide la comprensión. Abundante en justificaciones, intenta negar la muerte, la tortura, la violación, como una industria laboriosa tejida a mil manos a través de centenares de decisiones, todas tan relevantes como la mano que materialmente lo ejecuta.
Esta afirmación nos obliga a mirar de nuevo a través de las injusticias, a través de la barbarie, para ubicar las condiciones que la hacen posible, la racionalidad que lo alienta; como asesinar 10 mil jóvenes y hacerlos pasar por combatientes, como ejecutar miles de personas en un estadio, como desaparecer centenares de líderes, todo a plena luz del día. Hay una racionalidad que se oculta entre la sangre y el humo al que a veces llaman simplemente “un trabajo”, una racionalidad compartida entre quienes ven y quienes no quieren ver, entre quienes sacan ojos y entre quienes ordenan sacarlos.
La atrocidad, la violencia, la barbarie se dan por unos que mandan y otros dispuestos a obedecer; es energía humana encaminada a producir un resultado y en esa medida la barbarie es intensión, es voluntad. Bajo la narrativa del mal que proviene de una fuente singular que envenena las subjetividades, se infantiliza la sociedad, se minimiza en su conciencia y al tiempo se reduce la responsabilidad.
La visión que exime a hombres y mujeres policías de la responsabilidad de sus actos, en virtud de la mera existencia de un aparato de poder, es una postura contraria a toda ética en tanto concibe a las personas como simples medios. La condición para levantar la responsabilidad es negar cualquier autonomía en un escenario donde se decide no solo como actuar, si no contra quien actuar; se niega, a la vez, la posibilidad de ponderar moralmente el mundo y en virtud de ello negar la posibilidad de existir como sujeto.
¿Acaso no es más acertado plantear que ciertos actores comparten una cierta moral, que se han imbuido unos objetivos, que se ha legitimado una acción? ¿Acaso no es esto mas sensato que plantear estar frente a un autómata, un algo que puede o no tener apariencia humana, sin voluntad, que simplemente cumple ordenes?
Al dar por muerta la autonomía debemos presumir el fallecimiento de la humanidad, pero, estando viva la autonomía subsiste la responsabilidad. La visión condescendiente de quien aspirando a congraciarse con la masa ejecutora, renuncia a la crítica y alude a una responsabilidad exclusiva en los niveles superiores asume la fiebre en las sabanas, se empina sobre la arrogancia de infantilizar a quien ejecuta, se asume padre de unos hijos a los que poco les importa quien les cobije siempre que puedan seguir ejerciendo el abuso. Besatones, abrazatones y entrega de flores a los miembros de una estructura con funciones violentas y criminales, demuestran que la estrategia de infantilizar o poner como simples funcionarios públicos a los miembros del Esmad va funcionando, vía confusión y manipulación de las emociones.
No se trata entonces, como pensarían los cortos de imaginación, de perseguir el castigo a ultranza, lo que aquí se propone es una ponderación en sus proporciones, con la finalidad de entender la responsabilidad y el deber de reproche que nos debemos como sociedad en la ejecución, permanencia y legitimación del abuso en nuestra sociedad. El Esmad esta compuesto de personas, son humanos aunque atenten con frecuencia contra el valor de la humanidad, y por lo tanto son responsables de sus actos. Deshumanizar es la fórmula de pervivencia de la atrocidad.