La pugna por la memoria
Por: Santiago Salinas*
Recuerdo la forma del avión fantasma lanzando bombas desde el cielo y las ráfagas que salen desde tierra; recuerdo la salida en fila de los policías que quedaban en la estación, apenas sostenida por dos paredes agujereadas por los impactos de la bala y la metralla; recuerdo Toribio, Mitú, Bojayá. Lo curioso es que nunca he estado allí. Nací en Medellín y la mayor parte de mi vida la viví lejos de las tomas guerrilleras, los retenes y las masacres paramilitares; sin embargo, imaginaba y trataba de entender la guerra.
Miento si afirmo que el conflicto y la guerra fueron intereses tempranos. De hecho la biología, el periodismo y la religión aparecían como los intereses primarios sobre un que hacer futuro, y, no obstante, las rampas y tatucos ya existían en mi memoria, las minas quiebrapatas y los fusiles, toda la parafernalia de la guerra habitaba en mi memoria aunque nunca la hubiese tocado.
Mono Jojoy, Alfonso Cano, El Cura Pérez, Jacobo Arenas, eran nombres conocidos incluso cuando no sabía muy bien que hacían, cual era su profesión; los conocía por que sus nombres se repetían como cantinela en la televisión o en los análisis de los violentólogos. Todo acontecimiento cobra sentido solo a la luz de otros más; el encuentro con el conflicto armado fue una historia fortuita, una bagatela trascendente, en el que la cercanía de un amigo a unos amigos que necesitaban rotular un expediente, puso entre mis manos la tediosa tarea de señalar el contenido de cinco cuadernos página a página, la tarea de leer y hacer conciencia de lo leído página a página.
La idea de poner etiquetas no se veía nada amena, pero en la universidad uno siempre necesita un peso más que exceda lo de las copias y los pasajes, por si sale un buen plan. El mamotreto recogía más de 10 años de actuaciones judiciales y remisiones de despacho a despacho, el expediente saltaba de una fiscalía a otra y cada salto tenía como constancia un oficio; entre testimonios y remisiones a otros expedientes era un laberinto de papeles que contaba la historia de una masacre.
Debía anotar bien los nombres, porque habían hermanos: el uno apareció en La Ye con un disparo en la cabeza, el otro estaba amarrado a un árbol en la entrada a la vereda, el color de los carros, la marca de los vehículos en los que los vieron por ultima vez, misma marca distinta placa, mismo recorrido, -debo anotar mejor, abrir un cuadro de vehículos-, un dispositivo de dos soldados cada 200 y algo metros, mismo recorrido. Comencé a separar las hojas, a hacer cuadros, tenía viñetas y una orgía de memos que se apilaban a los lados de la mesa. ¿Por qué no recordaba? Eran demasiados muertos y no estaban en mi memoria, nunca vi una noticia, siquiera una nota de ellos.
Los victimarios y yo hicimos el mismo recorrido. Más de una vez crucé el río en el que arrojaban los cuerpos esvicerados, mas de una vez vi la orilla de piedras con las que rellenaban los cuerpos para que no flotaran, conocía el río y aun así parecía, ahora, un cementerio desconocido. La memoria volvió a esculpir dolorosamente el mismo recorrido lleno de curvas y puentes, de montañas inclinadas, de desvíos, caminos de riel y herradura.
Pocas cosas cuestionan con tanta fuerza nuestra vida consciente como el contraste entre lo que recordamos y lo que no recordamos, dependemos en gran medida de nuestras vivencias para que la memoria, condición estructurante del conocimiento, nos pueda orientar en el mundo. Dependemos para recordar en gran medida de la reproducción de los acontecimientos, máxime cuando no los hemos vivido de forma inmediata. Hoy, cuando la política de seguridad de Duque plantea que “El Ministerio de Defensa Nacional desarrollará un programa que vele por que los procesos de construcción de memoria histórica y verdad incorporen también la perspectiva de las fuerzas militares y de la policía nacional”, me asalta la duda entonces, sobre la perspectiva de quien habita en mi recuerdo.
A quien pertenecen entonces las narraciones públicas, ¿cómo es que recuerdo Toribio?, ¿de quién es el relato de Mitú?, ¿quién exhibía el cuerpo de Ivan ríos con un disparo en la frente?, de dónde recuerdo la exhibición impúdica de la atrocidad como trofeo de guerra, como la verdad obscena de quienes reclaman haber ganado la guerra, ¿de quién es esta perspectiva? Mientras las historias de las madres de Soacha las encontramos por nuestras vivencias, sus relatos circulan como si se tratara de Juglares, entre la informalidad y la fantasía, su historia no es parte de la memoria colectiva, la memoria de sus hijos es un relato de sufrimiento individual y no de vergüenza social.
Los infortunados nombres que se suceden para dirigir el Centro de Memoria Histórica, no es, a la luz de estas cuestiones, producto de un descalabro sistemático imputable a la falta de talento para reconstruir la verdad entre las huestes de gobierno, sino que responde a un enfoque que pretende oficializar la memoria, apropiarse del relato; es la prolongación de la guerra al hipo campo de los ciudadanos para recrear una simplificada narración del conflicto entre héroes y villanos o la negación del mismo: la supuesta civilidad contra la barbarie.
El relato pueril del conflicto es condición para su reproducción. Dotar de justificación la atrocidad solo consigue repetirla. La disputa por la memoria es un ejercicio cultural que se juega un proyecto de nación. Levis Strauss en su obra El pensamiento salvaje, relata como algunas comunidades creían que solo dos criaturas tenían alma, los seres humanos y los loros: la palabra es desde esta mirada la constancia del alma. Si decimos entonces que la disputa es por el alma, al menos, desde esta perspectiva, no estaremos exagerando. Toda noción estética expresa la comunión con un orden, la apuesta de la memoria es también una apuesta estética que denuncia los órdenes imperantes que parieron la atrocidad, no podría, ni debería ser un lugar de alivio para el pasado que anida en nuestro presente.
La pugna por la memoria es la disputa por el espíritu de un pueblo. Más que una garantía de no repetición es condición fundamental para la misma. Recordar, en tiempos de negación, es un profundo acto de rebeldía, es la reivindicación de sí mismo en lo colectivo, es hacerse dueño de sus propias velas, como diría William E. Henley: es hacernos amos de nuestro destino, capitanes de nuestras almas.
* Abogado, Defensor de Derechos Humanos.