Derecho al trabajo: obreros, sastres, albañiles y zapateros
Texto ya publicado, Recuperado en Memoria de las luchas obreras, Mayo 1 de 2016. 28 de Febrero de 2012 Periodicoeldiario.com/opinión/derechoshumanos
Por: Manuel Restrepo Domínguez.
Las luchas obreras del siglo XIX, remiten a la paulatina toma de conciencia de clase social por parte de los trabajadores de Inglaterra y Francia. Tomar conciencia pasaba por comprender que la situación de miseria y desempleo era un hecho que exigía organización y acciones solidarias. A medida que los obreros se hacían conscientes, las respuestas a los problemas dejaban de ser un asunto individual, superable con el alcohol o con el encierro en sus casas.
Los obreros con mayor compromiso de su tarea social fueron los de textiles, herreros, enladrilladores, albañiles, sastres y zapateros, que crearon condiciones para la resistencia organizada que se transformó en movimiento obrero. A medida que el movimiento ganaba autonomía, defendía sus propias demandas y se alejaba de los modos de acción del liberalismo individualista, iba dejando atrás las alianzas hechas con la naciente burguesía en contra los privilegios de la aristocracia. La burguesía había seducido a los obreros señalando tres caminos de ascenso social: a. Los negocios (industrias, bancos, comercio); b. La educación (tener en la familia un médico, un profesor o un médico era honroso para el burgués); c. El ejército (daba fama, orgullo y prestigio). Los obreros se desencantaron al entender que con las reglas de la sociedad burguesa ellos no cabían en tales caminos a la prosperidad, al progreso. El movimiento obrero continuó su resistencia mezclando los métodos de lucha de la burguesía, como la agitación callejera, la publicación de periódicos y panfletos y su novedoso método: la huelga. En 1872 logró hacer reconocer el sufragio universal masculino y dar vida a los primeros partidos políticos obreros.
El siglo XX inició con 1500 millones de habitantes, para los que había aumentado el nivel de vida, la sanidad, la higiene y la alimentación, que disminuyeron notablemente la mortalidad; igual habían aumentado las migraciones con miras a mejores empleos, pero las desigualdades ya habían sentado las bases, que aún hoy siguen intactas. El 29 de octubre de 1919, la OIT aprobó el primer convenio internacional por los derechos de los trabajadores que establecía la jornada de ocho horas. En 1928 se estableció el salario mínimo, poco después la edad mínima para trabajar, y en 1930 las prestaciones por desempleo. Los derechos de los trabajadores ganaron terreno y el desarrollo tecnológico auguraba un mundo mejor. El trabajo parecía conducir hacia la perfección humana.
Keynes, sobre fundamentos válidos, predecía en 1930 jornadas laborales de 15 horas semanales para el 2030. Era la época del estado de bienestar en la que parecía que la economía estaría al servicio de la humanidad facilitando el disfrute del tiempo para lo importante, relegando las duras tareas de la obtención de lo imprescindible a las máquinas que eran el fruto visible de la inteligencia. Sin embargo quedó por fuera el cálculo de la codicia y la indiferencia de la clase burguesa que se convirtió en impedimento para la realización de la igualdad y la libertad.
Vino la segunda guerra y la clase obrera quedó relegada del poder y de los beneficios de la economía; parecía destinada a llevar sobre sí la eterna tarea de vivir en resistencia. La guerra humilló a los seres humanos, los expuso al trabajo forzado, al campo de concentración, al silencio. Con el siglo XXI los obreros son otros, el sentido del trabajo cambió, cambiaron las reglas, se impone la flexibilidad laboral del neoliberalismo que permite todo en contra de los derechos asociados al trabajo, y facilita todo a favor de los dueños del gran capital. El mercado se tomó por la fuerza la vida cotidiana. El interés privado se agazapa en múltiples organizaciones, instituciones, bancos y comercios, hace primar el negocio sobre la misma vida humana. Los beneficiarios del mercado son cínicos, mienten, meten el miedo en el cuerpo de los débiles. Impiden hablar de lo público (lo de todos), usan los medios de comunicación y la amenaza para deslegitimar al bien común.
El derecho al trabajo en el siglo XXI está degradado, ha sido mutilado. Dos de cada cuatro personas en el mundo viven en la informalidad, uno vive en el desempleo y el otro apenas si logra un empleo con garantías cada vez más restringidas. Con la degradación del trabajo se pierde parte del contenido de la subsistencia derivada de los derechos a la vida, a la salud, y a la seguridad social, que constituyen el mínimo de elementos materiales para vivir como seres humanos. Hay precarización, se reducen o eliminan las garantías ganadas por las luchas obreras. Pero como en todo lo que tiene que ver con seres humanos, hoy emergen nuevas luchas por la reconstrucción del derecho al trabajo en toda su plenitud, según lo demuestran las movilizaciones de jóvenes, de indignados del mundo, de excluidos, quienes promueven una sociedad en la que todos conozcan la diferencia entre valor de uso, valor de cambio y valor agregado, en la que haya trabajo. En la que la estafa y el cinismo de los dueños del capital no funcionen, en la que la codicia y la especulación no le prosperen a los astutos, los avivatos y los mentirosos. En la que quienes sostienen privilegios a costa de los silenciados sean desenmascarados, en la que los falsos profetas y oportunistas, que también los hay cuando se trata de representar a los trabajadores, sean destronados, descubiertos y enjuiciados, porque son tan peligrosos para el movimiento obrero como los patronos más tiranos.
Todavía hay furor porque la movilización traiga conciencia y organización; porque los movimientos se consoliden con la fuerza propia de quienes sienten en su cuerpo la humillación y las carencias y llevan las huellas de la conciencia que crearon doscientos años atrás los sastres, los albañiles, los zapateros y los herreros. Todavía hay esperanza, el capital no es indestructible.