Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia
Por: Nazareth Castro
No es el más largo ni el más caudaloso, pero el Magdalena es, con sus más de 1.500 kilómetros, la principal arteria fluvial de Colombia. El río que inspiró a Gabriel García Márquez para escribir novelas como El amor en los tiempos del cólera recorre el país de sur a norte, desde el Macizo Colombiano hasta el mar Caribe. El Gran Río de la Magdalena acoge a sus orillas multitud de poblaciones que recuerdan los tiempos en que el río, navegable, era un medio fundamental de comunicación y un elemento central para el desarrollo del país. Es más que un río: es un símbolo nacional. El “Río de la Patria”.
Cerca todavía del nacimiento del Magdalena, en el departamento (provincia) del Huila, se encuentra La Jagua, un pueblo de calles empedradas y solitarias, de esos en que el tiempo parece detenerse. Es un pueblo tranquilo, de poco más de mil habitantes, al que acuden visitantes atraídos por la antigüedad de sus casas coloniales y por su riqueza cultural de raíces indígenas. Es también, dicen, un pueblo de brujas. Cuenta la leyenda que son de dos tipos: hechiceras o voladoras. Uno puede o no creer, pero, como dicen por aquí, “pues que las hay, las hay”.
Aquí, el Magdalena pasa con un caudal todavía pequeño, pero gran fuerza y vitalidad. El río ordena la vida de la gente: es fuente de sustento de los pescadores, baña las tierras más fértiles y es el lugar de recreo por excelencia. Pero hoy está amenazado: la empresa Emgesa, filial colombiana de la multinacional italo-española Enel Endesa, está construyendo la central hidroeléctrica de El Quimbo. Ha encontrado la oposición de los vecinos, que se han unido en la asociación Asoquimbo, que agrupa a miles de afectados por las obras.
Zoila es una de las activistas más decididas con las que cuenta la comunidad. Cuando llegamos a su casa es de noche en La Jagua y, como durante todo el año, hace calor. La casa de Zoila se ha convertido en un baluarte de la resistencia: por la cocina, que comunica con un patio interior repleto de árboles y plantas, pasan cada día los vecinos para comentar la situación, intercambiar información, organizarse. También los más jóvenes: uno de los hijos de Zoila formó su propia asociación en defensa del río. Un hermoso mural adorna la casa de Zoila y anuncia su condición de punto de encuentro. Desde aquí, Zoila, mientras mantiene el fervor político cuida de sus cuatro hijos, su padre, los gatos, el perro. Su esposo, dice, colabora más en casa desde que ella está en Asoquimbo. Divergen en algunos planteamientos, pero están de acuerdo en lo esencial: la necesidad de defender la belleza del Magdalena y los sonidos que lo habitan. “Ahora que todavía está vivo, hay que proteger el río. Si no, ¿qué les vamos a decir a nuestros hijos, que no peleamos por defenderlo?”, se pregunta Zoila.
Tiene motivos para estar preocupada. Muy cerca de La Jagua, en el municipio de Hobo, se construyó la primera gran represa de la región: Betania, una central hidroeléctrica de gran tamaño inaugurada en 1987. Cuando se anunció el proyecto, los vecinos aceptaron de buena gana el discurso de la empresa y las autoridades: la hidroeléctrica venía a traer progreso al Huila, una región agrícola del interior del país, la puerta de entrada a la Amazonia. A los opitas –como les dicen a los originarios del Huila- les prometieron progreso y empleo, y ellos lo creyeron: votaron masivamente a favor de la represa. Veinticinco años después no ven los resultados. “El pueblo de Hobo sabe bien qué trae la represa: antes, aquí se cultivaba arroz, cacao, maíz; ahora, la mayor parte de la gente sobrevive como puede vendiendo agua en la carretera”, cuenta Gilberto, uno de los afectados por el proyecto.
Jorge Enrique Robledo, senador por el Polo Democrático y uno de los representantes de la izquierda más reconocidos en Colombia, resume así la secuencia que ahora temen los habitantes de La Jagua: “Se inunda un área grande de tierra fértil. Las utilidades se las lleva la multinacional, el empleo dura lo que la construcción de la presa, y se quedan sin tierra, cuando la agricultura es la que articula y encadena otras actividades productivas”, como la artesanía y el comercio. Las represas también acaban con los otros dos pilares de la modesta economía de muchas familias de la Colombia rural: la pesca y la minería artesanal.
“¡O se van las multinacionales del territorio, o las echamos!”
La central hidroeléctrica de El Quimbo se ubica al sur del embalse de Betania, en un sitio geográfico encañonado, a 1.300 metros aguas arriba, en la desembocadura del río Páez sobre el Magdalena. La represa inundará 8.586 hectáreas, de las cuales 5.300 eran productivas, y afectará a seis municipios. Además, el 95% de ese territorio forma parte de la Reserva Forestal Protectora de la Amazonía y el Macizo Colombiano. Las inundaciones de la represa, que ya se encuentra en fase de llenado con la expectativa de comenzar a funcionar en 2014, afectarán directamente a 1.537 personas a los que se expropiarán sus tierras. Es por eso que los habitantes de los municipios afectados, como Hobo, La Jagua y Gigante, decidieron formar hace cinco años Asoquimbo, una asociación a la que se han adscrito miles de vecinos, con el respaldo y el decidido apoyo del investigador Miller Armín Dussán. “¡O se van las multinacionales del territorio, o las echamos!”, dicen.
Sobre el papel, la ley garantiza a los expropiados la restitución por otras tierras productivas, pero Emgesa, sin encontrar la oposición de las autoridades, pretende comprarles las fincas a un precio que se queda muy corto por la inflación que ha generado el proyecto. “Nos ofrecen 32 millones de pesos (unos 12.000 euros), cuando la hectárea está ya a 40 ó 50 millones (entre 15 y 20.000 euros)”, asegura Jorge Uguanés, otro de los campesinos afectados. El proyecto perjudicará también a cientos de jornaleros que trabajaban para los terratenientes de la zona. Los dueños de las mayores fincas sí vendieron sus tierras a Emgesa: la empresa las dejó baldías. Tierras que antes eran productivas comenzaban a ser invadidas por las malas hierbas, mientras cientos de familias de jornaleros se quedaban sin trabajo ni sustento, y sin derecho a compensación alguna.
El pasado mes de abril los campesinos ocuparon tres de esas fincas, situadas en las afueras de La Jagua, en unos territorios denominados La Virginia. Las tierras volvieron a producir maíz, fríjol, cilantro. De la mano de Zoila, visito una de esas fincas, llamada La Guaca. Allí, Francisco, uno de los agricultores, se explica: “La empresa dijo que desarrollaría procesos productivos, pero cuatro años después, no había llegado ninguna solución. Emgesa dice que esto es una ocupación ilegal, pero no estamos invadiendo nada: estamos defendiendo el territorio. Ellos son los que nos lo arrebataron”. Toman la palabra sus compañeros de faena: “Estamos perdiendo terreno: quieren privatizarlo todo. Tenemos que recuperar nuestra cultura, nuestra identidad, el sentido de pertenencia a la tierra. La lucha es por la tierra”, dice Harold. “¿De qué van a vivir nuestros hijos, nuestros nietos? Si no defendemos lo nuestro, les estamos arrojando al delito”, añade Armando.
Cuando visité La Jagua, el pasado mes de julio, los vecinos se turnaban cada día para hacer guardia a las afueras del pueblo y vigilar que los funcionarios de Emgesa no pasaran a las fincas de La Virginia. No pudieron evitar que, a finales de septiembre, unas doscientas familias fueran desalojadas de tres fincas ocupadas, en una rápida operación del Escuadrón Antimotines de la Policía.
En sus comunicados de prensa, Emgesa, que rehusó dar su punto de vista, asegura que se están desarrollando proyectos productivos para mejorar la vida de los campesinos, pero los vecinos de La Jagua lo niegan. Añaden que el censo de afectados que ha elaborado la empresa es parcial y arbitrario: no incluye a todos los propietarios de tierras y mucho menos a otros afectados, como jornaleros y comerciantes. Temen también que, como ocurrió en Betania, la empresa no cumpla con lo prometido. Gilberto, el pescador de Hobo, aclara que a los afectados por Betania nunca se les restituyeron las tierras que perdieron con las inundaciones de la represa, y que se hizo pescador por obligación: “Ahora que ya aprendí el oficio, notamos que cada día hay menos pescado desde que comenzaron las obras de El Quimbo. Otra vez nos quedaremos sin trabajo”. Por eso dice Gilberto que la situación en el Huila es “una bomba de tiempo”. Y la bomba empezó a estallar poco después de mi visita, en agosto, con un parón agrario que movilizó 24 de los 32 departamentos del país y que congregó a campesinos, indígenas y transportistas, pero también a la opinión pública urbana, en protesta por las condiciones cada vez más precarias para el campo colombiano.
Al impacto social y económico de la represa se suman las posibles consecuencias sobre la riqueza ambiental y patrimonial que atesora el río. En su jardín en La Jagua, Mauricio, otro de los activistas de Asoquimbo, me enseña vasijas indígenas muy antiguas que, asegura, todavía se encontraban a la orilla del caudal hasta la llegada de Emgesa. En su jardín crecen plantas exóticas, como las heliconias, y se dejan ver iguanas y muy diversos pájaros. El jardín de Mauricio es, como cualquier rincón del Huila, una pequeña muestra del rico ecosistema de esta región de Colombia, el país más biodiverso del mundo en relación a su superficie.
Irregularidades y connivencias
Emgesa inició las obras de la represa antes de contar con un estudio de impacto ambiental, y cuando éste se publicó tampoco despejó las dudas. La propia Contraloría General de la República, el máximo órgano fiscalizador del Estado en Colombia, señaló errores de procedimiento, cuestionó la posibilidad de restituir las tierras productivas, como marca la ley, y concluyó: “Colombia está al borde de la catástrofe ambiental y El Quimbo es un caso excepcional”. La Contraloría pidió frenar el proyecto, pero la empresa contó con el decidido apoyo de las autoridades locales y nacionales. El poder que las autoridades colombianas han entregado a la empresa es tal que Emgesa diseñó el Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de la zona, asegura el profesor Miller Dussán.
“Se trata de un proyecto mal planteado desde el principio”, afirma Jorge Robledo. El senador, miembro del Polo Democrático Alternativo, que ha criticado las políticas de los últimos presidentes de Colombia, que califica de neoliberales, argumenta que, entre otras cosas, el proyecto no contempla el control de la apertura de compuertas para prevenir inundaciones. No es un riesgo desdeñable después del antecedente de Alto Anchicayá, una represa ubicada en el departamento del Valle del Cauca y propiedad de la Empresa de Energía del Pacífico (EPSA), por aquel entonces filial de Unión Fenosa. En 2001, la represa abrió las compuertas sin previa consulta a las comunidades, provocando un desastre ambiental: se liberaron 500.000 metros cúbicos de sedimentos que llevaban medio siglo represados en el embalse. “Todos los peces murieron, los cultivos se dañaron y seis mil personas resultaron afectadas y quedaron prácticamente en la ruina”, informó el diario El Espectador.
El desembarco de las transnacionales
Unión Fenosa y Endesa –hoy propiedad de la italiana Enel- son, junto a Iberdrola, las multinacionales de origen español que, desde su desembardo en el continente, entre los años 90 y 2000, han consolidado posiciones de liderazgo en América Latina. Igual que los sectores de las telecomunicaciones (Telefónica), la banca (Santander, BBVA), la extracción de hidrocarburos (Repsol, Cepsa), el turismo (Sol Meliá, NH), la industria textil (Inditex, Mango), la prensa (Prisa, Planeta), las redes de agua y saneamiento (Agbar, Canal de Isabel II) o la construcción (FCC, Acciona y Sacyr Vallermoso, que encabeza el grupo que construirá el nuevo Canal de Panamá). Estas grandes firmas han convertido a España en el segundo inversor en Latinoamérica, sólo por detrás de Estados Unidos, y copan los servicios públicos domiciliarios en un buen número de países.
Estas firmas encontraron en Colombia un marco legal que se modificó en la última década del siglo XX para hacer del país un destino atractivo para la Inversión Extranjera Directa (IED), desde la propia Constitución de 1991, que elimina la distinción entre empresas nacionales y extranjeras. En los años 90, bajo la presidencia de César Gaviria, el Gobierno colombiano emprendió un intenso proceso de apertura económica que incluyó la privatización de las empresas que prestaban servicios públicos a los ciudadanos. Lo mismo ocurrió en el resto del continente: son los tiempos del Consenso de Washington, esto es, aplicación de políticas calificadas desde muchos sectores de neoliberales. En la América Latina de los años 90, la mayor parte de los países arrastra unos altos niveles de deuda externa que sitúan a países como México, Argentina y Brasil al borde de la suspensión de pagos. En ese contexto, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial presionan para poner en marcha las reformas de ajuste propias del discurso más liberal que incluye la privatización masiva de empresas públicas. Colombia es una excepción: no tiene grandes problemas de deuda, pero igualmente se suma a la corriente predominante y aplica el ajuste.
Al otro lado del Atlántico son los tiempos de la integración europea y la apertura de mercados. En ese marco, las empresas españolas, para ser competitivas, abordaron un intenso proceso de concentración empresarial, seguido de la privatización de algunas de las compañías públicas más relevantes. Endesa, Telefónica y Repsol, entre otras, son privatizadas durante los mandatos de Felipe González y José María Aznar. La secuencia culmina cuando esas nuevas compañías privadas compran las empresas que acaban de ser privatizadas en el continente latinoamericano. Unión Fenosa se hace con Electricaribe y EPSA en Colombia, Endesa adquiere Enersis en Chile y Repsol obtiene YPF Argentina. Gracias a las compras de filiales en América Latina, el peso de las inversiones extranjeras en el Producto Interior Bruto (PIB) español pasa del 0,9% en 1996 al 9,6% en el año 2000. Para entonces, España se ha convertido en el sexto país inversor en el mundo, y el 66% de esa inversión extranjera directa (IED) está en América Latina.
“Los gobiernos y las empresas suelen argumentar que el capital extranjero es necesario para acometer las transformaciones que requiere en el país y atender a la población rural y los barrios empobrecidos, pero la realidad es muy distinta: si el discurso privatizador prometía bajada de tarifas y mejora del servicio, el resultado fue el contrario”, afirma Pedro Ramiro, coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) y autor de varios informes sobre el caso colombiano. “Las multinacionales eléctricas ofrecen un servicio pésimo, con apagones y cortes, tarifas impagables para la población pobre y accidentes derivados de las malas infraestructuras”, explica. Además, en el caso de los servicios públicos, la privatización “pone en cuestión la soberanía del país y la democracia en el acceso a los servicios básicos”.
“Las transnacionales extranjeras no crean nuevas industrias ni aportan nuevo know how: vienen a comprar lo que ya está hecho”, sostiene el senador Robledo. “El caso de las privatizaciones de servicios públicos es notable: el Gobierno colombiano crea la empresa, el mercado, la infraestructura, y ahí llega la IED y compra a buen precio”, añade. Las inversiones españolas en América Latina no aumentan la capacidad productiva ni crean empleo. Más bien al contrario. A menudo implicaron recortes de plantilla y precariedad laboral. Así, por ejemplo, la llegada de Endesa a Colombia supuso la pérdida de 2.000 puestos de trabajo y un deterioro del convenio colectivo; Unión Fenosa, por su parte, despidió a cerca de 700 personas, si bien la empresa privada anterior ya se había encargado de echar a la calle a otros 2.300 trabajadores. Esto explicaría la poca aceptación de las empresas españolas en Colombia: según el Latinobarómetro de 2004, apenas un 29% de los latinoamericanos creía que la inversión extranjera directa era beneficiosa para sus países.
El director de la Cámara de Comercio Hispano Colombiana, Enrique de Zabala Hartwig, no está de acuerdo con esas impresiones: admite que las grandes empresas pueden cometer errores, pero opina que esa está muy lejos de ser la norma. En su opinión, “el aumento de la IED ha contribuido a disminuir la inseguridad en Colombia” y ha venido acompañada de “mejoras en la calidad de vida”. También Carlos Neiva, director del IPSE, un departamento del Ministerio de Minas y Energía que se centra en las zonas no interconectadas del país, sostiene que la IED “ha sido un pilar para el desarrollo del país”. Las estadísticas del Banco Mundial sustentan parcialmente estas afirmaciones: el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en el país, donde 1 es la máxima desigualdad) ha pasado de 58,3 en 2004 al 55,9 en 2010. Ha mejorado levemente, pero sigue siendo uno de los más altos del continente, y la mejoría es moderada si se tiene en cuenta que, hasta sentir la crisis en 2009, Colombia creció esos años a tasas que llegaron al 7% del PIB anual. Las cifras sobre población sumida en la pobreza muestran una mayor mejoría –del 45% al 37% en los últimos cinco años-, pero esa evolución podría estar sesgada por el cambio en el sistema de medición que implantó el Gobierno de Juan Manuel Santos.
Pero las estadísticas esconden el precio que la Colombia rural ha pagado por esa noción de desarrollo. La pregunta es, entonces, qué entendemos por progreso. “En el sistema actual, se trata de crecer aunque sea de forma agresiva, pero, ¿a quién beneficia ese modelo? Cada vez se cuestiona más esa idea lineal de progreso que termina por enfrentar el afán de lucro con los derechos humanos”, me explica la antropóloga Lina María Martínez, que investigó los impactos de la represa de la Salvajina, en el departamento del Cauca, al suroccidente de Colombia.
Del paraíso al infierno en el embalse de Salvajina
En la Salvajina, la distancia entre el paraíso y el infierno la marca la cantidad de agua que retiene el embalse. En el invierno –los meses de abundantes lluvias-, el paisaje es hermoso, pero en el verano se seca el lago y deja al descubierto los sedimentos del río. A partir de agosto, la vida se les complica mucho a los lugareños. Durante varios meses quedan prácticamente incomunicados y expuestos a la contaminación y las enfermedades que traen los mosquitos. El lago de belleza impenetrable da lugar a un lodazal y las lanchas y planchones que habitualmente cruzan de un lugar a otro ya no pueden pasar.
Aquí, en el departamento del Cauca, al suroccidente de Colombia, la riqueza étnica de la zona sólo es comparable a la exuberancia de su naturaleza. Recorro el trayecto en el planchón, la barcaza que puso a disposición de los habitantes la empresa responsable del embalse, EPSA. El planchón hace el recorrido una sola vez al día. Son tres horas de travesía desde la reserva indígena de Honduras, en el municipio de Morales, hasta las comunidades afrodescendientes del municipio de Suárez. El crisol de razas que es Colombia se manifiesta con la misma plenitud que su biodiversidad. Mientras observo la belleza del lago me resulta difícil imaginar el paisaje que dejará el lodo en apenas unas semanas.
Encuentro a Robinson en el pueblo de Morales. Él me guía hasta la reserva indígena y me lleva a la casa de don Luis y doña Natividad. Allí dormiré, en un cuarto sencillo que da a un patio abierto donde nuestros anfitriones tienen gallinas y donde, en un trapiche artesanal, preparan la panela, un producto a base de caña de azúcar muy popular en Colombia. En ese patio aprendo que el arroz con huevo y tajadas de plátano maduro frito puede ser el más exquisito de los manjares. De noche, cuando las veredas quedan totalmente a oscuras –vivir junto a una represa no garantiza el suministro eléctrico-, la forma en que las estrellas toman el cielo se me antoja tan inédita que me cuestiono sobre mi urbanita ignorancia.
Robinson, don Luis, Natividad y otros vecinos que se amontonan en el modesto porche de la vivienda de don Luis aseguran que, antes de que la represa inundara las mejores tierras productivas, la comida era mucho más abundante; también el pescado y el oro, que sustentaba a muchas familias. La construcción de la represa sobre el río Cauca en 1984, a manos de una empresa pública, generó mucha resistencia y finalizó con miles de desplazados, muchos de los cuales nunca recibieron nada a cambio de las tierras expropiadas. “Muchos vecinos vendieron las mejores tierras y ahora viven en la loma, sin agua potable, incomunicados”, me explica Robinson. Su padre prefirió resistirse a vender, pero no le fue mejor: “Igualmente inundaron sus tierras, y nunca le pagaron”. Hoy, cuentan don Luis y doña Natividad, los cultivos ya no son lo mismo, sobre todo el maíz y el fríjol, y se sienten los efectos del cambio climático, traducido en un sol cada vez más agresivo, del que pronto mi blanca espalda dará fe. En invierno, con los mosquitos, llegan enfermedades epidemiológicas y respiratorias. Aunque lo peor es, quizá, el aislamiento de las comunidades, sobre todo en los meses de invierno. Algunos niños deben caminar dos y tres horas para llegar a la escuela.
Vecinos del resguardo de Honduras desistieron y marcharon a la ciudad en busca de otros caminos, que terminan, muchas veces, en las comunas (favelas) de Cali o Medellín, o en la venta ambulante. Otros muchos se quedaron y, organizados en formas cooperativas como las tradicionales mingas indígenas, siguen trabajando y cultivando. Se quedan, convencidos todavía de habitar un territorio sagrado que deben defender. Así lo expresa uno de los vecinos de don Luis: “Nosotros vemos el río como un modo de vida; ellos sólo ven bajar los dólares”.
La inundación de sus tierras más fértiles, las de la orilla del río Cauca antes de su desvío, fue un duro golpe, pero lo fue más aún el abandono de Estado y empresas. Poco después de la inauguración de la represa, los lugareños llegaron a un acuerdo con la empresa y el Estado, conocido como Acta de 1986, que incluía la construcción de caminos, escuelas y centros de salud para minimizar el impacto de la obra sobre la vida de las comunidades. Los lugareños denuncian que se hizo, como mucho, un 10% de lo prometido, y ya está deteriorado; el Estado ha sido demandado por tales incumplimientos.
“Si en Salvajina hubiésemos tenido conocimiento de los impactos, no hubiéramos permitido las obras. Pero no había percepción a futuro, y hoy vemos las consecuencias”, cuenta Eduardo Tamayo, consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), la organización que agrupa a la gran mayoría de los cabildos indígenas de la región. Tamayo asegura que, a día de hoy, ni el Estado ni las empresas se han responsabilizado de la situación. Cuando Unión Fenosa adquirió EPSA, en el año 2000, se desentendió del caos que había dejado el consorcio empresarial que la precedió. Nueve años después, tras la adquisición de Gas Natural de la mayoría accionarial de Unión Fenosa y tras una serie de complejas operaciones financieras, la multinacional española optó por deshacerse de EPSA. Mientras van y vienen fusiones, adquisiciones y compraventa de acciones, los habitantes afectados por la Salvajina siguen esperando una solución.
Siendo propiedad de Unión Fenosa, EPSA reavivó un viejo proyecto que a finales de los 90 había sido desechado por su impacto ambiental: la desviación del río Ovejas, que reactivaría la generación de energía ahora que Salvajina se encuentra al fin de su vida útil. La nueva obra afectaría, sobre todo, a las comunidades afrodescendientes de Suárez, que ya han mostrado su firme rechazo al proyecto. Una de esas comunidades, La Toma, ha protagonizado una campaña de resistencia que es mucho más reciente para los afrodescendientes que para los indígenas del Cauca. La nueva EPSA, participada por empresas colombianas, consintió en elaborar un plan ambiental con la participación de las comunidades. Pero, según el consejero mayor del CRIC, Eduardo Tamayo, ese plan “sólo identifica los impactos ambientales y las posibles compensaciones: se olvidan los impactos sociales, económicos y culturales. Y entonces, ¿qué precio le pones al río, a nuestra cultura?”, se pregunta.
Represas y extractivismo
Colombia no es una excepción. En Brasil hay medio centenar de represas proyectadas en la selva amazónica. La mayor de ellas se ha convertido en todo un símbolo: Belo Monte, una megaobra que, encabezada por un consorcio de empresas entre las que se encuentra capital español, pretende construir una de las tres mayores hidroeléctricas del mundo. El proyecto, que data de tiempos de la dictadura militar y que ha contado con el firme apoyo de los presidentes Lula da Silva y Dilma Rousseff, ha sobrevivido pese a los múltiples procesos judiciales, a la resistencia de los pueblos indígenas y a una opinión pública en contra no sólo en Brasil sino en el resto del mundo: incluso caras famosas, como Sting y David Cameron, pusieron rostro a ese rechazo. Belo Monte es sólo una, la mayor y más simbólica, de las decenas de represas que el Gobierno brasileño tiene pensado levantar en la mayor selva tropical del planeta. Al otro extremo del continente suramericano, en otro ecosistema único y vulnerable como es la Patagonia chilena, Enel Endesa, a través de su filial chilena Enersis, proyecta construir cinco grandes represas.
Al tiempo que las grandes centrales hidroeléctricas comienzan a ser cuestionadas en Europa por sus consecuencias sobre los ciclos hídricos y los ecosistemas, en América Latina estos modernos dinosaurios están más de moda que nunca. Se proyectan grandes represas en serie, como las once centrales que Hydrochina pretende construir sobre el río Magdalena, y también microcentrales, como las de la región colombiana de Sumapaz. Gobernantes y empresarios defienden estos proyectos aludiendo a la soberanía y la seguridad energética de los estados y, en definitiva, las necesidades del progreso. Un buen número de organizaciones y movimientos sociales consultados aportan otra visión: las represas se construyen para satisfacer las necesidades del modelo extractivista –principalmente de la minería, muy demandante de energía barata- y no las de la población local. Lo cierto es que, en Colombia, las industrias pagan, como media, 100 pesos por KW/h, mientras los ciudadanos de bajos recursos abonan unos 350 pesos.
El extractivismo se presenta como el único camino posible para el desarrollo en toda América Latina. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ha definido ese modelo en una expresión que el Gobierno repite sin cesar: la “locomotora minero-energética” debe tirar de la economía del país. La minería, la explotación de hidrocarburos y la instalación de centrales hidroeléctricas se suma así al monocultivo de café o caña, consagrado a la exportación, en el contexto del modelo extractivo que se ha generalizado en todo el continente. “El Huila es la puerta de entrada a la Amazonia. Los recursos más importantes están en el sur”, recuerda el profesor Miller Dussán. En Caquetá o Putumayo se encuentran importantes reservas de oro, coltán, petróleo. El suroccidente y el sur colombiano son espacios de disputa y, cada vez más, las comunidades locales se organizan para defender lo que para ellos no es sino vulneración de sus derechos. No sin riesgos…
Cuando defender el río cuesta la vida
En Colombia no pocos saben que los críticos con el sistema corren peligro de muerte y, por si a alguien se le olvida, las intimidaciones y amenazas son moneda común. En Cali, en la sede de la Asociación para la Acción Social Nomadesc, Olga Araujo me habla de la violencia que acompañó la construcción de la represa de la Salvajina. “Las autoridades militarizaron el territorio, quemaron casas y cultivos, y hubo desaparecidos. Hoy, en la comunidad de La Toma, los activistas se han acostumbrado a las amenazas y a llevar chaleco protector. A quienes osan defender su territorio, se les acusa de ser opositores al desarrollo. “Nos dicen que no permitimos el progreso, y lo que quieren es saquear las riquezas que hay en nuestro territorio”, afirma Alfredo Campos, director de la emisora indígena del municipio de Morales, en el Cauca.
De Cali, la tercera ciudad más importante de Colombia y eje del suroccidente del país, viajamos a Popayán, la capital del departamento del Cauca. Es una ciudad tranquila, de arquitectura colonial, de esas con edificios muy blancos y muchas plazas públicas. Allí, en la sede del CRIC, nos atiende Martín Vidal, que se encarga de cuestiones territoriales en el cabildo indígena. Martín pone el dedo en la llaga: “Las comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes son los sectores abandonados, que sufren las peores consecuencias del modelo económico. La población rural es la gran víctima del sistema, y el problema de fondo en Colombia es el acceso a la tierra”, afirma. Los números respaldan sus palabras: Colombia sigue siendo uno de los países más latifundistas del planeta. La concentración de la tierra alcanza un sorprendente índice Gini del 0,87. El acaparamiento de tierras avanza al ritmo de los megaproyectos mineros o hidroeléctricos, que, necesariamente, le roban tierras productivas al campo. Por eso se rebelan las comunidades indígenas y campesinas, y, frente a esos procesos de resistencia, “los poderosos utilizan la estrategia de la división, la confrontación interétnica, la división de las comunidades. Las multinacionales ofrecen prebendas y cooptan a los líderes comunitarios, mientras el Estado mira hacia otro lado”, sostiene Martín.
Si los intentos de cooptación y división no dan los frutos deseados, la vía es la violencia. En el Huila, el profesor Dussán ha recibido amenazas por su labor en Asoquimbo, y un joven oriundo de Gigante, Bladimir Sánchez, ha tenido que abandonar su tierra por las amenazas que ha recibido a raíz de su labor documental. Hace unos meses, en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad del Estado, otro vecino perdió un ojo. Con todo, el Huila no es de las zonas más violentas de Colombia: sí lo es el departamento de Antioquia. Allí, el 17 de septiembre, mataron a balazos a Nelson Giraldo Posada, líder del Movimiento Ríos Vivos, que defendía al medio centenar de personas afectadas por la central de Hidroituango. En la Costa Atlántica, en Barranquilla, varios activistas sociales han dado cuenta de amenazas de personas desconocidas y armadas en barrios de bajos recursos.
No es ninguna novedad que, en Colombia, defender los derechos humanos es una actividad de alto riesgo. En el primer semestre de 2013, cada día fue agredido un activista y cada cuatro días uno de ellos fue asesinado, según un informe del programa Somos Defensores. Hubo 153 agresiones y 37 líderes fueron extrerminados. En seis meses. En Colombia la violencia atraviesa la política desde hace más de medio siglo. El Grupo de Memoria Histórica (GMH) cuantifica en 200.000 las muertes provocadas por el conflicto en Colombia en el último medio siglo. Pero el conflicto armado es sólo una parte del conflicto social, que precede en el tiempo al levantamiento en armas de las guerrillas, y que se resume en una palabra: desigualdad.
“Los paralimitares tienen funciones de control territorial”, sostiene Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CCAJAR), uno de los más beligerantes contra la violencia paraestatal en Colombia. En Colombia se denomina paramilitares a los grupos armados ilegales de extrema derecha, que se denominaron a sí mismos autodefensas, y que generalmente están ligados al narcotráfico. Comenzaron a cobrar fuerza en Colombia en los años 80 y alcanzaron su época de mayor auge en tiempos de Uribe Vélez. En 2006, tras la supuesta desmovilización de estos grupos, se revelaron vínculos entre paramilitares y políticos; se generalizó el término parapolítica para definir esas amistades peligrosas. Los grupos que antes conformaban las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) hoy se denominan bacrim (bandas criminales). Según CCAJAR y otras organizaciones de derechos humanos, conservan el control sobre vastos territorios del país, aunque la parapolítica es ahora menos visible.
La abogada Dora Lucy Arias vincula la violencia ejercida contra los desplazados en Colombia con lo que el intelectual británico David Harvey llamó acumulación por desposesión, esto es, el despojo de pueblos enteros para satisfacer las necesidades del sistema de acumular capital. Este proceso se da “por la imposición de la fuerza: a través de los actores armados, pero también de las leyes” y a través de esa coerción, las elites “socavan la dignidad de los pueblos: les quitan su narrativa”, añade la letrada.
Multinacionales frente al conflicto armado
“La violencia se asumió en Colombia como parte del modelo de desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, sostiene el politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad Nacional. En su opinión, desde los años 80 Colombia vive un ciclo de violencia destinado a consolidar el modelo extractivista en América Latina: una economía basada en la exportación de materias primas y recursos naturales se convierte en el eje de economías de la región. En este contexto, “empresarios y latifundistas requieren de un nuevo ciclo de violencia para posibilitar la apropiación del territorio y sus recursos”, explica el profesor Medina. Es la época en que llega masivamente el capital extranjero y, paralelamente, los grupos armados –principalmente, los paramilitares- comienzan a presionar en los territorios con muertes y amenazas. El resultado es aterrador: en 20 años, entre 4,5 y 5,5 millones de habitantes –el 10% de los 46 millones de colombianos- fueron desplazados mientras se imponía la cultura del miedo. La gran mayoría eran pequeños campesinos que dejaron tras de sí alrededor de seis millones de hectáreas de tierra productiva de la que se apropiaron terratenientes y paramilitares. Para el discurso oficial, los desplazados son producto del fuego cruzado entre guerrilleros, militares y paramilitares. Los movimientos sociales hacen la lectura inversa: se ha generado un escenario de guerra y miedo, precisamente, para obligar a huir a los campesinos y despojarlos así de sus tierras.
En Colombia se entremezcla la acción de diversos actores armados: grupos insurgentes, fuerzas armadas, paramilitares; cada uno de ellos, a su vez, mantiene nexos con los narcotraficantes. En este complejo escenario, resulta difícil discernir la implicación de las empresas transnacionales en el conflicto. Para Pedro Ramiro, que investigó las operaciones de Repsol en el Arauca colombiano, parece obvio: “Como mínimo, comparten intereses: las empresas se benefician de la acción de las fuerzas armadas y los paramilitares”. Por su parte, el senador Robledo recuerda que “el Ejército protege oleoductos e infraestructuras: es una política de Estado” que conforma uno de esos pilares sobre los que se asienta la atracción de IED hacia Colombia. Seguridad democrática, lo llamó Álvaro Uribe.
En algunos pocos casos se han encontrado más evidencias: se sabe que la bananera Chiquita Brands –antigua United Fruit Company- transportaba armas en sus barcos. En 2007, el paramilitar y narcotraficante desmovilizado Salvatore Mancuso armó un gran revuelo al acusar a un buen puñado de grandes empresas extranjeras y colombianas, entre ellas Chiquita, de financiar a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En 2008, Mancuso fue extraditado a Estados Unidos y, como él, otros exdirigentes paramilitares se encuentran extraditados o incomunicados.
El Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) intenta erigirse como una alternativa frente a la dificultad de que depurar las responsabilidades. En sus tres últimas sesiones, celebradas entre 2006 y 2010, la actuación de las transnacionales españolas en América Latina –especialmente, Unión Fenosa y Repsol- tuvo un gran protagonismo. Lo que intenta demostrar el TPP es que estas denuncias no suponen casos aislados, sino que responden a un “patrón de conducta global” que incluye violaciones de derechos humanos, inaccesibilidad a servicios básicos y deterioro de las relaciones laborales. Las transnacionales se apoyan en un marco legal global muy favorable, impulsado por organismos internacionales como el FMI, la Organización Mundial del Comercio y el Banco Mundial. Reciben, también, el apoyo de los estados que reciben la IED y de los estados donde está la matriz de la multinacional.
Colombia es, en muchos sentidos, el caso más extremo de un modelo de desarrollo que se expande por todo el continente latinoamericano. Un modelo que expulsa a los campesinos hacia las favelas de las periferias urbanas y que encuentra su razón de ser en la depredación de los recursos naturales. Las comunidades indígenas y campesinas denuncian la violencia que sufren a lo largo y ancho del continente, pero en Colombia esa violencia se destaca por su brutalidad y cotidianeidad. No por ello los poderosos han conseguido imponer su ley del silencio: Colombia pasa por un momento de agitación social como no vivía desde los años 80. En El Quimbo, en la Salvajina, por todo el país los pueblos organizan sus resistencias. Como casi siempre, la otra cara de la miseria es la esperanza.
Nazaret Castro es periodista y vive desde hace cinco años en América Latina. Este artículo forma parte de la investigación Cara y cruz de las multinacionales españolas en América Latina, financiado por los lectores de FronteraD a través de un crodwfunding en la plataforma Goteo. En FronteraD ha publicado reportajes como Una flor en medio del asfalto, La matanza de Carandiru o La sociedad carioca, en estado de apartheid, y mantiene el blog Entre la samba y el tango.
Fuente: http://www.fronterad.com/?q=grandeza-y-miserias-rio-magdalena-desembarco-multinacionales-espanolas-en-colombia